Cuando el Paraná se seca

Por Gladys Stagno* | En toda la historia registrada, el río más largo de la Argentina nunca estuvo tan bajo. Pero ni la pandemia ni la bajante han detenido la actividad de los barcos cerealeros. ¿Qué consecuencias traerá la draga incesante para sostener el modelo agroexportador? ¿Cuál es su responsabilidad en la sequía?

En mayo, el segundo río más largo de Sudamérica tiene, a la altura de Rosario, 3,68 metros de profundidad. Pero al cierre de esta nota sólo contaba con 0,38 metros de agua… y bajando.

La situación que desde el Instituto Nacional de Agua (INA) describen como “altamente preocupante, extraordinaria, consecuencia del déficit de lluvia en la cuenca alta” no registra precedentes.

“Desde junio hasta noviembre del año pasado, en los niveles en el Río Paraguay inferior, en el tramo compartido con Paraguay, se produjo la bajante más persistente de la historia: en 160 días bajó 8,50 metros. En toda la historia registrada nunca se había dado”, explica a Canal Abierto Juan Borus, subgerente del sistema de información y alerta hidrológico del INA.

Marco Pozzi – Foto: Sofía Alberti

“Al sector agroexportador la pandemia y la sequía no le cambiaron nada”

La importancia del Río Paraná, el mayor afluente de la Cuenca del Plata –la quinta del mundo en extensión–, es tanto hídrica como económica. Allí se encuentran las bocas de agua potable de las poblaciones costeras de siete provincias, que forman parte del área más poblada de la Argentina. Y allí, en las inmediaciones de la zona portuaria rosarina, 65 kilómetros de costa reciben y despachan los buques que transportan la producción de granos, actividad que lidera las exportaciones del país.

Fábricas de aceite, biocombustible, derivados de la soja (pellet y expeler), subproductos, y un largo etcétera se agrupan en las cercanías a los puertos. La hidrovía Paraguay-Paraná, principal vía de comunicación fluvial de la producción cerealera nacional con el mundo, es una autopista de agua. Barcos Panamax, que llevan cerca de 50 mil toneladas de carga, llegan al puerto con un lastre de agua del 15 por ciento de su capacidad, que desagotan en el río cuando se llenan las bodegas.

Pese al contexto, esta actividad no ha parado. “Todos los años hay una bajante del río que coincide con la cosecha. Pero este año impresiona ver lo bajo que está, nunca había visto el río tan bajo en los trece años que estoy acá en el puerto. Vemos tierra donde no había tierra, pero no nos modificó en nada la producción”, describe Marco Pozzi, secretario de Salud Laboral de la Federación Aceitera y trabajador de Cargill, en su planta de Villa Gobernador Gálvez.

“En esta época el cereal está ingresando por vagones, por camiones y por barcazas, donde viene lo de Paraguay –agrega–. Pero, cuando se achica el río, el lecho se desmorona, se va modificando el suelo y eso hace que los barcos encallen. Por eso se están haciendo muchos trabajos de dragado todo el tiempo, y el ingreso y egreso de barcos, la comercialización de mercadería, no pararon en ningún momento. Tampoco hay una baja en el planeamiento de producción. Algunas plantas tuvieron producción récord, y la molienda, una vez realizada, hay que transportarla porque sino colapsa el sistema de almacenaje. Un barco no dura más de tres días en el puerto, y se lleva entre 35 y 45 mil toneladas. Siguen saliendo con la carga y la regularidad de siempre. Al sector agroexportador la pandemia y la sequía no le cambiaron nada”.

Dada la situación, desde la Federación intensificaron los protocolos de higiene, salud y seguridad y, hasta el momento, no se han registrado casos de infección de coronavirus en ninguno de los puertos. “Cuando surgieron dudas porque algún compañero presentó algún síntoma, se cerró el sector hasta que dio negativo. Las medidas de seguridad se extremaron: nadie puede bajar ni subir de un barco”, detalla Pozzi.

Preiti – Foto: Facebook

Impacto ambiental

Con pronósticos para nada alentadores, ya que no se esperan lluvias, y con los expertos advirtiendo que la bajante puede seguir hasta bien entrada la primavera, las consecuencias no se pueden constatar aún, pero se sabe que existirán.

“Al bajar mucho al agua, quedan al descubierto márgenes que son sucias, que tienen de todo. Al ser menor la cantidad de agua, mayor es la concentración de cualquier contaminante que se vuelque al río, entre ellas los residuos agrícolas”, detalla Borus.

Por su parte, Carlos Preiti, trabajador jubilado del SENASA, responsable técnico de la ex Unidad de Gestión Ambiental de la Regional Santa Fe, e integrante del grupo de Bienes Comunes de la CTA Autónoma y de ATE Rosario, relata los pormenores de una situación por demás compleja.

“Hasta la zona de Timbúes, para que los barcos puedan ingresar, exigieron tener 15 metros de profundidad, lo que requiere de un constante movimiento del fondo. No hay muchos países en el mundo donde los buques de ultramar entren casi 600 kilómetros, al corazón del país. Entran y deslastran. Además, están las fábricas en la orilla tirando sus residuos. Hablamos de metales pesados: plomo, mercurio, cadmio. Todo eso va al lecho del río. Si pasás con las dragas y lo removés constantemente, si los barcos desagotan agua que viene de cualquier parte, estamos armando un caldo de cultivo, y son muchas las poblaciones que se abastecen de agua potable del río”, analiza.

El impacto ambiental de la bajante no sólo se constatará en sus consecuencias, sino que se presume en sus causas. Desde el INA creen que el fenómeno se debe a una sumatoria de factores que todavía están en estudio y que se necesita tiempo para arribar a una conclusión, pero que están estrechamente ligados con la intervención humana en el ambiente.

Su presidente, Pablo Spalletti, en declaraciones radiales descartó la responsabilidad de las represas que se ubican río arriba, y aclaró que en eventos extremos, tanto crecidas grandes como bajantes, éstas suelen ser útiles para controlarlas. “El problema es que acá tenemos una bajante donde importa no solamente el valor de los caudales bajos que se tiene en los ríos sino que también otro parámetro muy importante es el tiempo. Son muchos meses de déficit de lluvia en las cabeceras de las cuencas. Ni siquiera la operación adecuada de las represas ha permitido controlar este fenómeno”, sostuvo.

Por su parte, Borus afirma: “Podría decirse, en el mejor de los casos, que la quemazón en la Amazonía de agosto pasado algún efecto tendría sobre las lluvias de verano, pero los incendios sucedieron después de que la sequía comenzó a declararse”.

El problema, entonces, viene de más lejos. “Si nos retrotraemos a junio del año pasado, en los 3.150.000 kilómetros cuadrados de la Cuenca del Plata se daban situaciones muy dispares, pero se destacaba netamente la crecida del Río Paraguay en el tramo inferior, que había alcanzado en el tramo de Formosa lecturas de escalada cercanas a las máximas históricas. Con lo acotado que son los pronósticos de tendencias climáticas, teníamos la idea de que en la Cuenca del Paraguay tenía que dejar de llover. Y dejó absolutamente de llover. En el segundo semestre del año pasado llovió poquísimo, lo que hizo que esa crecida importante terminara de drenar y no parara nunca de bajar”, recuerda el especialista.

Para él, más que en las represas o en el brutal incendio del Amazonas, las causas hay que buscarlas en “el corrimiento de la frontera agraria” y su consiguiente modificación del suelo, que provoca grandes inundaciones y enormes sequías: “En las orillas del Paraná, donde había pantanos, hoy hay plantaciones. El agua que antes el pantano absorbía y drenaba lentamente, hoy escurre al río. A título personal, me estoy acostumbrando a que tengamos gran variabilidad hidrológica y de humedad de suelo. Los últimos quince o veinte años hemos pasado rápidamente, en términos de lluvia, de muy poco a mucho y de mucho a muy poco”.

*Gladys Stagno, para Canal Abierto

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